31 de mayo,
viernes
Los recoge pelotas.-
Sigo el deporte del tenis, y por estas fechas me asomo a ratos al más que centenario Roland Garros.
Me llaman la atención las gesticulaciones de los deportistas, por aquello de averiguar lo que dicen, pues nadie contradice que los gestos forman parte primordial de la comunicación.
Y constato que son muy similares los gestos que practican jugadores y jugadoras.
Me refiero no a los que están directamente relacionados con la operatoria técnica de este deporte, sino a las gesticulaciones que expresan emociones o, simplemente, que son meramente complementarias o auxiliares del juego esencial que es la competición.
Entre las primeras, quiero destacar la manera de celebrar los momentos que ponen fin a una jugada especialmente delicada por su trascendencia en el marcador.
Jugadores, y jugadoras, levantan una de las manos con el puño sumamente cerrado y los nudillos bien sobresalientes, a la vez que vuelcan una mirada perdida, entre exultante y fiera, a las gradas.
Lo hacen ellos, pero también ellas, con rasgos e intensidades muy parecidas.
Es el gesto del puño cerrado, con tanta historia masculina
y tan poco significado en los tradicionales espacios femeninos.
Entre las segundas, me resulta especialmente llamativo el peculiar mundo que rodea a los recoge pelotas encargados de que no falten a los jugadores las bolas amarillas para hacer sus saques:
Se trata de niños o en edad de pubertad,
silenciosos siempre,
sumamente serviciales,
que solo tienen ojos y mirada hacia la pelota perdida para ir a recogerla y regresar como rayos al sitio conveniente,
y, en cambio, no reciben mirada alguna, ni palabra alguna, ni aplauso alguno de jugadores ni del público, solo pendientes de la competición y de los héroes del tenis.
Los recoge pelotas siempre las recogen del suelo, no sé cuántas veces en cada partido;
los jugadores siempre las reciben de sus manos.
Estos pueden hacer, y hacen, acrobacias increíbles hasta dar de bruces contra la tierra, pero nunca se agachan al suelo para recoger una pelota, que es lo que hacen estos seres que, estando tan cerca de los jugadores y de las jugadas, dedican las horas del partido a recoger las pelotas que acariciarán con arrobo los jugadores cuando las necesiten.
¡Pobres muchachos y muchachas, tan diligentes y cumplidores, tan acostumbrados a escuchar aplausos que nunca van dirigidos a ellos!
La asepsia emocional es total. Mirad cómo los virtuosos jugadores y jugadoras tiran de la mano las sobrantes; las tiran, sin saber a dónde van, sabiendo, claro, que los ángeles del tenis las van a recoger.
¿Por qué hay tanto parecido entre las gesticulaciones de jugadores y jugadoras?
Seguramente, porque cuando las mujeres se incorporan de manera significativa a este deporte, los gestos ya estaban ocupados y consolidados por varones, y las mujeres se limitaron, hasta ahora, a cabalgar sobre su inercia.
1 de junio,
sábado
El envejecer saludable.-
Con el transcurrir de los años, parece que un demiurgo se encarga de bajar el volumen de cuanto sucede a nuestro alrededor, de manera que las cosas van perdiendo la intensidad, el color, el brillo y el temblor que tuvieron siempre,
coincidiendo con el devenir de la vieja agenda telefónica que va quedando poblada de números que ya nunca llamarán ni podrán atender llamadas telefónicas.
Todo sucede plácidamente, mientras no nos empeñamos en llevar la contraria al demiurgo; es frecuente que los que vamos a morir sigamos queriendo llevar la contraria al Gran Armonizador del Universo, mientras va alejándose nuestro mundo en cada día que pasa.
Las costumbres de las cosas y el ruido y la furia de los sentimientos hace tiempo que se fueron apagando, aunque queda de ellos una leve música que, bien controlada, sigue resultando agradable, reconfortante y hasta plácida, pero siempre con la sensación de que, dentro de poco, el sonido disminuirá sensiblemente y será sustituido por un silencio sordo que será la antesala del final.
Y aceptas que las cosas sucedan así,
desde la altura de los años,
y hasta empiezas a dudar si quieres quedarte en una vida que se vuelve tan complicada y te vuelve tan dependiente,
hasta empezar a percibirla como una situación cada vez menos decorosa y, cada vez, más saturada con la lógica de la finitud que va calando como una lluvia fina.