13 de enero,
viernes
Los bienes causales.-
Bienes casuales son aquellos que nos trae la casualidad, bien se trate de los que hemos buscado sin alcanzarlos o, muy frecuentemente, bienes que ni siquiera sabíamos que lo eran.
No abundan en nuestro tiempo “los bienes casuales”: la casualidad la agotan loterías y accidentes. ¡Qué pobreza intelectual!
Hemos olvidado la casualidad.
Tan frecuente en la vida, desde el mismísimo nacimiento hasta hechos esenciales en los que estamos y vivimos “por casualidad”. Quizá, gran parte de la formación que tenemos se la debamos a los azares de la vida, más que a nuestros propios esfuerzos o a las influencias recibidas.
La olvidamos y, además, la hemos perdido como fuente de recursos.
El proverbio “no hay mal que por bien no venga” ha dejado de serlo en el brevísimo tiempo de una generación (para mi madre todavía era una afirmación llena de sabiduría condensada).
Sigue habiendo muchas casualidades adversas, pero ya no se prestan para que apreciemos en ellas un posible bien insospechado, o un mal mayor que podía haber sido, o una oportunidad para obtener un bien con esfuerzo.
No me extraña: Nadie ve que cada nube gris tiene por alguno de sus lados una línea de plata; nadie se da cuenta que en cada invierno hay un pájaro que canta.
Los proverbios también nacen, envejecen y mueren.
El alma de la poesía no pasa por buen momento y, por ello, “no hay mal que por bien no venga” se está muriendo.
14 de enero,
sábado
El miedo a equivocarse.-
Las personas nos equivocamos mucho, quizá más que en otras épocas, dada la avaricia con la que nos gusta actuar, opinar, anticiparnos, acelerar…
Pero nos cuesta reconocer la equivocación.
Como nos cuesta, nos hemos acostumbrado a no reconocerla. Mientras, la equivocación sigue existiendo, y, entonces, salta a escena la culpabilización: quien se ha equivocado es el otro.
Ya apenas oímos decir algo tan ciudadano y tan decente como: “disculpe, soy yo el que está equivocado, reconozco que me faltaba información”. O de otra manera: “defiendo esta teoría, pero les adelanto que podría estar totalmente equivocado”.
Porque hemos perdido la sabiduría de entender a una persona que dice: “me he equivocado, lo admito, he cambiado de idea…”, y reconocer, en ello, una característica de bondad, de intrepidez, de liderazgo de la persona que lo reconoce en alta voz.
¿Cómo reconocer equivocaciones en un mundo en el que nadie las valora positivamente y, por lo tanto, te deja en una situación de evidente inferioridad?
Si nadie reconoce las propias equivocaciones, nadie pide disculpas:
nunca nos equivocamos:
todos vivimos en el mundo kantiano de lo fenoménico:
la realidad no importa.
La observamos para contrariarla, a sabiendas. O, simplemente, no decimos nada, retuiteamos lo que alguien o muchos dicen: así de barata se ha puesto la verdad. Hemos perdido la fe en la equivocación, que es la base del conocimiento científico.
15 de enero,
domingo
El tesoro de las derrotas.-
Ya no hay “derrotas” políticas como las de antes, y, ante esta dramática ausencia, me agarro a las antiguas con la esperanza de que puedan regresar y mantener la salud de la democracia.
Saber perder requiere tiempo para recuperarse de la pérdida.
Saber perder exige solvencia ética y valentía para reconocer la derrota, para reconocer al ganador, para poder saludarlo con cortesía, para ponerle la banda azul de Presidente.
Las democracias viven de las victorias y de las derrotas, porque representar la pluralidad del pueblo no es patrimonio de nadie, o es patrimonio de todos. Los demócratas se fortalecen ganando y perdiendo.
Las derrotas políticas se llevan tan mal en la actualidad que entre las obligaciones de quienes han ganado en las urnas debería figurar la de ayudar, ser compasivo con el derrotado, para que sean los propios derrotados quienes por sí mismos aprendan a generar alternativas propias que puedan ser ganadoras.
Hoy parece que la respuesta de quien pierde es exigir al que gana que convoque ya, pronto, con urgencia, nuevas elecciones, pues vivimos tiempos en los que la llegada y la permanencia en el poder resulta inaplazable, porque algunos partidos en España (¡!y fuera!!) consideran que la tenencia del poder es su hábitat natural.
Parece que, en vez de hacer política, sus profesionales gustan ocupar todo su tiempo gestionando elecciones en sus diversos niveles territoriales, y, así, no se puede mejorar el fracaso, que, como todas las cosas, son susceptibles de mejora.
Es preciso profundizar en las derrotas políticas, y aprender que hay que esperar cuatro años para poder ganar las siguientes elecciones,
siempre que no despilfarremos el tiempo en destruir a quien las ganó,
ni en conductas que llevan a cultivar mini golpes, semi golpes, algaradas institucionales, deslegitimaciones verbales una y mil veces repetidas…
La victoria como la derrota política son la consecuencia de la voluntad del pueblo plural manifestada en las urnas. Las noches electorales deberían ser La Gran Fiesta de la Democracia, en la que todos, los más votados y los menos, la celebrásemos con alegría, devoción y entusiasmo.