Fuimos a Málaga y en ese Mediterráneo andaluz que no conocía vislumbré un horizonte nuevo que tampoco conocía, el del mar que llega a las costas del continente africano. Comprendí, tan tarde, por qué he viajado, viajo, no importa si muy cerca o más lejos, incluso cuando viajar y separarme de lo cotidiano a veces ha ido acompañado de instantes de pena: porque se me abren otros horizontes. Como ese horizonte que con tanta claridad vi bajo un sol de invierno en el puerto de Málaga y al que volví a mirar cuando, visitando La Alcazaba, el chico que nos la enseñaba apuntó al barco que lleva a esa otra orilla y que en la ciudad es conocido como El Melillero. Y esa mirada abrió un horizonte en mi imaginación.
El Melillero conecta Málaga con Melilla en un trayecto que dura poco más de 6 horas. Ver ese barco, reluciente sobre los destellos del sol de enero sobre el mar, me transportó a otro viaje, uno que haré o no haré. A imaginar qué pasajeros subirían a ese barco en una mañana de un día laborable de primeros de año, a imaginar qué irían a hacer, a imaginar el mar al paso del barco y los contornos de un lugar desconocido, que poco a poco y a medida que se acerca el destino, entra en otro territorio: el de lo real.
Ya han pasado algunos días desde aquella mirada; pocos, aunque la vorágine cotidiana los convierte en muchos. Recuerdo ese momento con felicidad. Pienso en horizontes que se abren y me acuerdo de Le Marin de Gibraltar, que escribió Marguerite Duras, a la que leí intensamente durante mi adolescencia y mis primeros veinte. Vuelvo a ese libro, pone “septiembre 1993”. Lo releo durante este mes de enero, para escribir esto ahora, 30 años después. Mucho de lo subrayado entonces lo subrayaría ahora. Me reconozco en ese hombre que embarca en el barco de Anna, la americana que surca mares en busca de un marinero; me reconozco en esa búsqueda de horizontes, físicos o no, en los que nos embarcamos solo con billete de ida.