Entre lo peor que le puede pasar a un ser humano es quedarse sin casa.
En estos cincuenta días que llevamos de erupción volcánica en la isla de la Palma han pasado muchas cosas, siempre de una envergadura fuera de lo común.
Yo quiero fijarme en una,
en la lava incandescente del Cumbre Vieja en su imperiosa salida hacia el exterior,
que arrasa con todo lo que encuentra a su paso,
postes de electricidad, conducciones de agua, plataneras, campos de futbol, hospitales, colegios, iglesias parroquiales, carreteras, madrigueras de animalitos, polígonos industriales, y…
casas,
casas habitadas,
casas donde la gente vivía,
las casas a donde sus habitantes regresaban cada día,
en muchos casos, las casas donde han vivido desde la infancia…
La “grandeza” del volcán,
la espectacularidad de lavas y cenizas que erupciona,
la monumentalidad de las superficies incandescentes vista en la oscuridad de la noche,
la escucha del rugido de las entrañas de la tierra…
quizá pudieran quitar realidad y catástrofe a la destrucción de una casa, dado lo diminutas que son,
por eso yo me quiero quedar con aquel palmero que, desde una intensa emoción que expresaba con todo su cuerpo,
decía:
he perdido mi casa, he perdido el mundo.
Cuánta razón:
la casa es la primera experiencia de cada persona y la experiencia existencial más importante con la que cada uno se identifica. Allí están “nuestras” cosas: libros, la habitación donde entrelazamos palabras, la memoria, tantos sueños, las vistas a la calle, un trozo de cielo azul con forma de ventana luminosa por donde nos asomamos una y mil veces, el llavero y la dócil cerradura, el dibujo de un nieto;
allí están las personas más queridas;
allí está la cercanía con los vecinos, con la montaña que protege por el oeste, con el pueblo;
allí estoy yo, finalmente: soy esas cosas y el eco de mis años.
La casa forma parte de mí.
Podría haber añadido el palmero abatido y desorientado: he perdido la casa y me encuentro perdido.
Es propiedad esencial de la casa encontrarse en ella, volver a ella en cualquier momento, regresar desde el mundo a donde salimos cada día: la casa es nuestro espacio de permanente disponibilidad, inviolable por los cuatro costados.
Cuando falla la casa…
la vida se derrumba,
como derrumbados están los palmeros, todos los que han experimentado el atroz capricho de la naturaleza, esa naturaleza que tanto alabamos y que castiga de una forma tan intratable e infernal, mientras el trabajo y el cuidado de las personas han hecho posible el milagro de que no haya habido ni una sola víctima mortal.
Afortunadamente, en el mundo moderno el espacio familiar y el espacio político interrelacionan de manera constante como formando el mismo río del proceso de la vida, nada parecido a la neta diferenciación que había en la Grecia clásica entre la esfera doméstica y privada (Oikos, economía) y la esfera pública (polis, política). De manera que, en el mundo moderno, la casa, su posesión o propiedad y otras cosas que pertenecen a la esfera privada familiar, tienen un interés colectivo (como la igualdad entre mujeres y varones, o hacer posible la conciliación de la vida laboral y familiar).
Por eso todos nos alegramos de que la sociedad viva como necesario la presencia del Estado en la Isla de La Palma, la presencia del Gobierno de Canarias, y la del Cabildo Insular, todos implicados en la necesidad de paliar en el inmediato plazo los devastadores efectos del volcán, y de reponer el estado de la isla cuando se apague.
Tienen razón todos los palmeros: la pérdida de la casa es, además, la pérdida del mundo, pues si con casa el mundo ya está lleno de dificultades, sin casa el mundo se vuelve caótico, sin horizonte, se queda uno pasmado sin saber que hacer.
La pérdida de la casa no es, solo, una cuestión económica, es, sobre todo, una cuestión humana, vital, de derecho humano fundamental.
Pero, ¡ay!, la sombra del “Oikos” griego es alargada, tanto en su vertiente de encargada en exclusiva de la gestión de las necesidades de la vida (economía), como en su estructura familiar esencialmente jerarquizada.
Y se nota, mucho, todavía. En las dos dimensiones. La especulación inmobiliaria sigue siendo una lacra social. La democratización de la casa sigue siendo una asignatura pendiente. La familia puede ser un lugar devastador.