Textos Casuales

Mercado Central de Valencia

Viajo con mi carrito rojo de compras, de dos ruedas cuando va vacío, de cuatro, cuando regresa lleno.

Lo vengo haciéndolo cada semana, por la mañana temprano, y el día que lo hago me aporta siempre agrado; hacer la compra en ese lugar que permanece abierto desde 1928 me aporta un cierto alboroto por los adentros.

Este casi centenario Mercado Central sigue gozando de buena salud, aunque estemos rodeados de

super mercados

que llegaron como lo siguiente, lo más avanzado, lo que supera al mercado, lo super, porque aportan cercanía, compra rápida, bajos precios, valores estos tan apreciados noventa y cuatro años después. No podemos imaginar el término “super” al lado de Mercado Central:

repugna, qué cosa, eso lo dice todo, marca la diferencia:

el Mercado Central es vida,

es cosa propia de quienes venden allí (autogestionado),

es Arte la disposición de los productos, solo explicable desde la delicadeza con la que trabajan cada puesto de venta…,

nadie diría eso de la disposición de los productos en un Consum, porque en ellos es maquinación;

por eso mismo, cada mañana se confunden los compradores con los turistas que contemplan la grandiosidad arquitectónica del modernismo valenciano,

que elevan la vista a la gran cúpula central,

que se detienen en las paradas, aunque solo compren un zumo de alguna de las muchas variedades de frutas que ofertan en medio del tranquilo ir y venir de los valencianos.

El edificio del Mercado Central es enorme y su planta tan irregular como debió serlo el solar sobre el que se construyó en el siglo pasado, dedicado desde tiempo inmemorial a la venta al aire libre, como se hacía en todos los mercados de la ciudad, y en donde es fácil imaginar el ambiente en el que labradores, comerciantes, simples vendedores, compradores, curiosos, regateadores… componían el cada mañana de los días laborables en este mismo suelo, espectacular edificio hoy en el que contrastan los elementos industriales de su arquitectura con audaces aderezos ornamentales, poniendo fin al caos bullicioso de los puestos de venta, carros ambulantes, caballerías, toldos que cada mañana ocupaban este espacio y las estrechas calles adyacentes: es que tiene Historia, la Historia que no pueden tener los super mercados que visitamos a diario.

Tenemos unos amigos que viven en el séptimo piso del edificio Monistrol, recayente a la Plaza de Brujas;

desde esa altura  contemplamos la techumbre exterior del Mercado, con sus dos cúpulas, incluso podemos ver de cerca la cacatúa, emblema del Mercado, siempre despierta y curiosa, aunque los valencianos la llaman “cotorra”, palabra que me sugiere los cotilleos propios de un mercado, cosa, de nuevo, impensable en un Mercadona (palabra ésta que no me explico cómo aguanta la actualidad, tan discriminatoria para los hombres que pasamos por allí, cada vez más,  con un carrito, y moviéndonos ya con mucha normalidad). 

Ver el Mercado desde la altura de un séptimo piso te permite captar su entorno privilegiado, pues puedes visualizar, en un solo golpe de vista, su ubicación al lado de la “Iglesia de los Santos Juanes” con sus tres fachadas y, a la vez, la “Lonja de los Mercaderes de Valencia”, uno de los edificios más señeros de la ciudad y uno de los más famosos monumentos del gótico civil, prueba, el solo, de la pujanza cultural y económica de la Valencia del siglo XV. Y un poco más allá la torre del Miguelete…, hasta el punto de que, si te descuidas, tienes la impresión de que estás en una terraza viendo el centro de Florencia y respirando el aire del Renacimiento florentino.

Voy al mercado a comprar una vez a la semana,

pero, frecuentemente, antes de iniciar mi ocupación,

me siento en alguno de los bancos de la plaza de Brujas a leer la prensa;

o a ver el movimiento de personas entrando y saliendo por alguna de las tres puertas que controlo;

o me distraigo contemplando el inmenso rosetón ciego que llena toda la fachada oeste de los Santos Juanes, preguntándome por qué cegaron una iluminaria tan inmensa;

o bien, me siento en uno de los bancos de la Iglesia y me complazco viendo cómo, lentamente, un par de artesanos están silenciosamente dedicados a rehabilitar los grandiosos barrocos de su interior.

Suelo entrar al Mercado por la puerta que abre a la Avenida del Oeste y, a tres escalones de la calle, te das directamente con los  aromas, sonidos y colores de las paradas. 

Y con la gente,

en un espacio bullicioso, iluminado con luz del día que llega del cielo y de los laterales acristalados,

lleno de clientes que parecen de toda la vida por la facilidad con la que se mueven y por cómo transaccionan con los vendedores en las paradas.

En ningún momento tengo la sensación de desorden, ni de prisa, ¡qué cosa!, 

la belleza del mercado y la ritualidad de la compra convierten las operaciones mercantiles y las esperas en tranquilas, como si allí no hubiera las prisas que vas a encontrar nada más volver a pisar la calle.

Camino con mi carrito rojo,

a veces me detengo en puestos en los que sé que no voy a comprar, pero que llaman,

puestos de frutos secos, caracoles, especias, hierbas aromáticas, boletus, algas, mermeladas y mieles, charcuterías, cervezas del mundo…,

hasta que me paro en alguno de mis favoritos para frutas, o verduras y hortalizas, o carnes.

Para comprar carne siempre visito la parada de la familia Palanca, con un mostrador amplio, reluciente, impecable, ordenado,

y con unos servidores cargados de sabiduría en lo que hacen con el producto y con los clientes desde el mismísimo momento de empezar hasta que te despiden.

El ambiente familiar “centenario” salta a la vista, con independencia de la edad de cada uno de ellos. Compraron la parada en el mismo año de la inauguración del Mercado y, por lo tanto, es fácil adivinar que algunos de quienes te atienden andan por la cuarta generación.

Empecé comprando muy diversificado, pero, poco a poco, me fui fidelizado a algunas paradas.

Compro naranjas en la parada de Abel y Celia, padre e hija, que las traen de su propia cosecha, casi a diario, y transaccionas con ellos alegremente, celebrando algo tan importante como comentar lo buenísimas que están, o cualquier suceso o chascarrillo del momento. ¿Cómo hacerlo en otro sitio?

Compro la fruta en la parada de Puchades. Valdría la pena ir solo para ver la distribución, la armonía de los colores, los cromatismos tan diversos, la delicadeza cómo la tocan: su parada es un paraíso de promesas y de atención al cliente. ¿Cómo no ir allí?

¿Y cómo no tener en cuenta la parada que publicita tomates de Barbastro? No lo sé, pero yo me lo he creído y paso con frecuencia por allí, y le compro uno, rosa naturalmente, que elijo o que me dejo aconsejar.

Finalmente, me desplazo a la otra zona del Mercado, la dedicada toda ella al pescado, y me detengo en la parada de Carlos quien se encarga de arrancar de la lubina salvaje hasta la última espina, sin hacerla sufrir, como si de un experto cirujano se tratara.

Y, antes de regresar a la calle, cualquiera podría pasar por el Bar de Ricard Camarena, punto de encuentro para quienes compran, para turistas y para los propios vendedores.

Pascual García Mora

Artículo escrito por Pascual García Mora, compartiendo pensamientos y reflexiones desde Scholé.