Fue Heródoto el primero en asumir conscientemente el propósito de “decir lo que existe” (léguein ta eonta), (así lo cita Hannah Arendt en “Verdad y mentira en la política”, edición de Página Indómita, pág. 19).
Decir acerca de lo que existe es
mostrarlo a los demás,
y hacerlo para que pueda perseverar en la existencia.
Las personas “decimos lo que existe” con palabras, esos artefactos simbólicos que sirven tanto para velar como para desvelar, y preciso es que nosotros, los ciudadanos, reflexionemos sobre lo que las palabras ocultan o encierran,
pues,
con palabras se inició la democracia,
y con palabras la seguimos construyendo,
ya que bien sabemos que siempre está inconclusa (la democracia), amenazada y alentada, las dos cosas, como si hubieran dos clases de seres humanos, quienes la combaten y quienes la defienden, de tan frágil que es, por imperfecta frente a la perfección (¡?) de las dictaduras, que no podemos dejar de elogiarla como imperfecta mientras simultáneamente tratamos de perfeccionarla a través del único medio conocido: perfeccionar-nos.
¿Por qué?
Porque hay ciudadanos, profesionales de la política, medios de comunicación empeñados en hacernos creer que las palabras significan unas cosas cuando dicen otras.
Me quiero referir a los hechos y acontecimientos que forman la materia invariable de la vida política. Y a la correcta percepción de su “verdad factual”, la verdad de lo que pasa fuera de nosotros. En cómo sea la aprehensión colectiva de la realidad está en juego la suerte como sociedad políticamente organizada (Pensemos unos instantes en cómo es percibido el ultraderechista Bolsonaro dedicado ahora a “desmentir” los mensajes más antidemocráticos dichos en su campaña de la primera vuelta).
Hechos y acontecimientos de la vida política que nos acompañan en el devenir diario y que nos llegan “dichos” por políticos, prensa, tertulianos, redes sociales, agencias de la información…
con palabras que, frecuentemente, nos quieren hacer creer (¡qué fuerte, la realidad no es creíble!) que significan una cosa cuando es otra cosa lo que dicen. Pues cuando la verdad factual se opone al interés u oportunismo de un grupo es recibida, ya de entrada, con una hostilidad excepcional.
La palabra, más que la acción, es la quinta esencia de la democracia (¡no de la política!). Pero, ay, la palabra languidece porque no es escuchada, y no es escuchada por la incapacidad de profunda atención a la que el sujeto emprendedor e hiperactivo moderno ya no tiene acceso.
La palabra queda confinada en palabrería como conjunto de trucos verbales:
para engañar,
para vender como maravilloso lo que luego no lo será.
De esta manera lo que verdaderamente estamos devaluando es la propia democracia. Despreciar el arte de la palabra y reducir la política a acción es… despreciar la democracia y ofrecer vía libre a la autocracia y a las proclamas populistas.
La palabra está enferma de pena; triunfa la palabrería, el griterío, la truculencia, la circulación viral: es la necesidad de engañar, de hacer imposible la escucha, para hacer prevalecer intereses propios y partidistas. Es esto lo que domina en la vida política y parlamentaria diaria.
¿Pertenecerá la mentira a la esencia de la política?
¿Es posible que el ejercicio del debate y de la actividad parlamentaria ilustrada, la práctica de la escucha, sean un obstáculo para el buen gobierno a partir de los hechos y acontecimientos que forman la realidad?
¿Podríamos afirmar que la verdad y la política no se llevan bien?
En todo caso, bien estará que los ciudadanos (los gobernados) prestemos atención a lo que las palabras de la política ocultan,
lo que exige siempre reflexión,
lo que nos pone la cosa muy difícil como ya decía Friedrich Schiller, en Cartas sobre la educación estética de la humanidad:
“A la mayor parte de los hombres hacer frente a las necesidades ya los deja demasiado fatigados y agotados como para embarcarse en una nueva lucha aún más dura contra la falsedad. Felices de ahorrarse el ingrato esfuerzo de pensar, dejan con gusto que otros tutelen sus ideas”.
Porque, después de la fatiga, las personas se entregan a la distracción y a la disipación, y nos hacemos vulnerables al embuste y a la manipulación.
“Veritas liberabit vos” (Juan, 8, 32, versión vulgata).
La verdad os librará, pues… ¿”de qué sirve la libertad de expresión si no buscamos la verdad de lo que expresamos”? (Emilio Lledó). La verdad (la verdad laica) siempre está inconclusa,
es búsqueda,
búsqueda con otros,
diálogo y debate, desde lo que las palabras significan,
influir y dejarse influir,
con-vencer (vencer con otros y que otros nos venzan): somos individuos plurales (no individuos-Uno), es decir, tenemos la necesidad esencial de vivir en comunidad desde la singularidad de lo que somos, tenemos la necesidad de acordar y concordar en términos de política general no de aprovechamiento partidario.
Con palabras inmortales lo expresó Antonio Machado en Proverbios y Cantares, LXXXV:
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.