Textos Casuales

Fórnoles

Fórnoles fue mi primera experiencia de vida colectiva.

Pueblo de la provincia de Teruel, territorio del río Matarraña. Con Escuela, Ayuntamiento, Iglesia; con Maestro, Alcalde, Cura…

y  Médico,

que era mi padre;

médico a cargo de los cuatrocientos habitantes que tenía en 1948 (en la actualidad, 75). Llegó allí por designación en uno de los concursos anuales de traslado, que constituían la única manera que tenía un médico rural de poder prosperar, en un tiempo en el que la Sanidad Pública era muy poca cosa y la Sanidad del Seguro Obligatorio de Enfermedad, significaba muy poco pues acababa de empezar.

Todo el pueblo olía a guerra, a plena post guerra civil.

Mi familia ya éramos Familia Numerosa entonces, dos de mis hermanos eran de cuatro y seis años menos que yo y los otros dos me superaban en seis y ocho, y todos habíamos nacido en localidades distintas, todas cercanas, todas en la provincia de Teruel, en cuyo seminario habían muerto nuestro abuelo paterno profesor de Lengua Francesa en el Instituto, y una hija,  durante los asedios de la ciudad.

En Fórnoles tuve mi primer contacto con la blasfemia,

que sonaba así

“mecagüenDios”,

que incluía rugido y crispación corporal como si de un “erupto volcánico” se tratara,

y la tenía muy cerca,

pues la agitaba nuestro vecino corpulento y macizo cuando llegaba con el carro cargado del campo y atizaba con látigo y blasfemias a las mulas aterrorizadas para que subieran la cuesta que se iniciaba en el portal de la plaza.

Con la blasfemia descubro el miedo absoluto de los animales al hombre pese a lo imprescindibles que eran en la economía doméstica y rural, y descubro, también, la saña de los habitantes del pueblo contra Dios, el Dios de mis padres, el Dios de mi primera comunión, el Dios de la campana de la iglesia dando las horas.

Durante el año que estuve allí, apenas tuve la sensación de que estaba en el mundo, pues el mundo no pasaba por el pueblo, aunque se produjo un acontecimiento que arremolinó a todo el vecindario en la carretera cercana (una hora de camino) para saludar a La Virgen de Fátima en recorrido triunfal por la zona, y allí fuimos todos en peregrinación a implorar unos minutos a la Virgen en la breve parada programada.

Del “mundo” llegaba intermitentemente un pequeño camión, que unía la localidad con el exterior. El movimiento del camión resultaba para los niños un acontecimiento que nos permitía viajar unos metros agarrados en salientes de su parte trasera, pese a los gritos del conductor que ni nos asustaba ni nuestra travesura le asustaba, hasta que el camión cogía una determinada velocidad que no todos los niños valorábamos igual, y ese era el punto crítico para tirarnos en marcha sin sufrir accidente.

Seguramente porque no tenía conocimiento alguno del mundo veía con naturalidad que no hubiese agua en el pueblo y que el wáter estuviese en la planta baja de casa, en forma de caja de madera rectangular que hacía de depósito.

Mi hermano mayor y yo íbamos a buscar el agua a un pozo con un burro prestado, equipado de una albarda habilitada con cuatro huecos para otros tantos cántaros, de los cuales solo dos llegaban a casa, pues los otros eran el precio del préstamo del animal. Íbamos por un camino llano primero y pedregoso y en cuesta después, llevando con cuidado del ramal al burrito,

tan esencial él,

el burrito significaba el agua potable,

en una imborrable imagen plateada de bondad y utilidad,

que yo apreciaba con devoción. Y con una pena transversal cuando, ¡ayyyy!,

a esa edad temprana,

veía desaparecer a algún burro viejo y fatigado de manera extrema, llevado con un ronzal por aquel camino que era el camino de la muerte, camino rutinario, pues lo conocían los buitres leonados que tantos había y, al llegar al punto de costumbre, el dueño, con un gran martillo de madera, golpeaba en la testuz del burrito que caía  bajo las extensas alas de los buitres…Morían sin saberlo, sin llegar a saber nunca que la vida era una trampa donde ningún ser vivo nace porque quiere, a un lugar que nadie ha escogido y con el destino de morir grabado sin excepción alguna.

Supe allí de la crueldad de los niños que, a esa edad, eres incapaz de valorar, yo los veía en formato de pandilla, de varias edades pues no había universo suficiente para clasificar grupos, toda masculina y muy jerarquizada.

Era imposible no formar parte de la pandilla, aunque yo era el extraño, el extranjero, el otro y, aunque me dejaban ir con ellos, era objeto de especial inquina.

Todos los instrumentos de juegos eran muy locales, de la propia naturaleza, ninguno valía dinero, 

como las piedras que servían para las batallas campales,

o confeccionados de manera primaria,

como las ruedas de correr, 

con origen mayoritario en los pozales que se desechaban.

Yo tenía una rueda de cobre, amaromada, comprada por mis padres en Alcañiz, que para mí valía el doble; por ser rueda era esencial para todos los niños, por ser de cobre para mí tenía un sobreañadido cariño y de orgullo pues rodaba…!la mejor! Mis amigos pandilleros decidieron colgar mi rueda en la parte más alta de un alto árbol.

Y allí subí.

Me lo pensé en medio de una conmoción interior, para concluir que lo tenía que hacer por tres razones: Que necesitaba seguir teniendo ese juguete para poder seguir jugando; porque en otro caso me hubieran llamado cobarde y no sé cómo me lo hubieran castigado, quizá expulsándome temporalmente, y yo necesitaba tener pandilla, y la tercera…porque no podía regresar a casa sin la rueda, pues hubiera tenido que explicarlo…

Recuerdo perfectamente que mis regresos a casa tenían que ser siempre alegres, era lo que yo podía hacer a favor de mi madre que tenía que multiplicarse en tareas domésticas y de crianza, y de mi padre en una soledad profesional infinita; siempre se creían las bondades que yo les decía porque necesitaban creérselas, no les cabía otra cosa.

La gente del pueblo agradecía los cuidados sanitarios de mi padre con regalos en especie, como una docena de huevos, una gallina o un conejo, verduras del campo, un presente de matanza del cerdo…Cuando eso sucedía era un respiro para la casa: los regalos nos relajaban.

Recibí la primera comunión en Fórnoles.

Estrené traje aunque nunca supe cuántas privaciones se llevaron por delante.

Los niños que comulgaban pasaban por las casas entregando una estampita que documentaba el hecho y recibían un regalo…

yo también lo quise hacer para ser como los demás,

pero… era necesaria la estampa que yo no tenía,

y me acompañé de las que encontré por casa, fueran de Santa Teresa de Lisieux o de un recordatorio de entierro. Y no me fue mal: lo comprendían en todas las casas a las que fui.

Fue en Fórnoles donde “gané” mi primer dinero cuando pregonaba por las esquinas la llegada de un vendedor de comestibles con una camioneta. Dinero que mis padres quisieron que fuera mío, que lo guardase yo y que sirviera para futuras necesidades, como así sucedió.

Mi primer amigo no llegó en Fórnoles, tardaría un pueblo más, el siguiente, Torrevelilla.

Tampoco salí de Fórnoles como amigo de Dios, pues entendí que solo el cura y mi casa lo defendían, pues todo el pueblo parecía que estaba en contra, aunque todos los días tocasen a misa. 

Pero… me fui contento a Torrevelilla, pueblo muy cercano, con carretera, rehabilitado por el Ministerio de Regiones Devastadas, con Casa para el Médico que estrenamos, y con una nueva Iglesia en construcción. Allí ya era un poco mayor y me sentía más atrevido. Todo fue lentamente a mejor para todos desde entonces.

Pascual García Mora

Artículo escrito por Pascual García Mora, compartiendo pensamientos y reflexiones desde Scholé.