Textos Casuales

Sakura

Cuántos viejos recuerdos

traen a mi mente

las flores del cerezo.

Matsuo Basho, 1644-1694

Este haykus del Maestro Basho me ha traído el recuerdo de la flor del cerezo,

y la colaboración de Emilio del pasado 26 de septiembre me recurda la idea de la filosofía como camino:

uno (Basho) y otro (Emilio)  me han llevado hasta  “el camino de la filosofía…en Kioto”,

durante aquel viaje a Japón en 2001,

entre el 1 y el 14 de abril, fechas elegidas para coincidir con el asombro y el vislumbre de la floración de los cerezos,

de manera que la palabra más nítida que me quedó, y que permanece,

es “sakura”,

el cerezo: su ornamentalidad, su floración,

sus flores que caen, que saben que lo tienen que hacer, y que desaparecen volando en el espacio de siete días.

Kioto es la ciudad antigua, la de siempre, pues había resultada intocada en la Segunda Guerra Mundial, y que, por lo tanto, atesora lo indecible, es la ciudad-museo, es… el depósito del refinado universo sensible de Japón y de lo japonés.

Un taxi nos llevó hasta nuestro hotel “Fujita” junto al río Kamo,  y otro nos desplazó por las calles que llevan  al llamado  Camino de la Filosofía (Tetsugaku no michi),

que es un camino paralelo a un canal,

orillado todo él de cerezos,

en cuyos extremos están los Templos de Ginkakuji y de Nanzenji.

Con ser tan importantes estos templos yo me quedé muy colgado del camino en sí, en el que ya había pensado mucho antes de llegar a Japón.

Es un camino:

no es una senda,

no es una calle,

no tiene curvas,

es una recta muy larga de dos kilómetros, pero sin profundidad porque el ramaje de los cerezos la esconden más allá de unos cuantos metros, de manera que se comporta como una constante aparición.

El camino no es de tierra, es de losetas de piedra, y su anchura es de aproximadamente dos metros.

Discurre paralelo a un canal, que para nada es río o riachuelo,

es, simplemente, agua canalizada,

unida al camino por un muro de piedra del mismo color que las losetas,

un muro como de un metro sobre el nivel del agua. 

Se llama Tetsugaku no michi porque recuerda a Kitaro Nishida (1870/1945), filósofo japonés, profesor en la Universidad de Kioto, que se nutrió tanto de filosofías orientales como de la filosofía occidental, todo él un Templo viviente de la Filosofía, del que hay un libro en castellano: ”Pensar desde la Nada”, hoy agotado, pero fácilmente adquirible.

El “camino” se inició para paseo de alumnos, profesores, personas pensativas…. Pero, cuando yo estuve allí, era un turista y había otros muchos como yo, aún así, en el ambiente lo predominante era el camino y lo que allí sucede, el pensamiento, la inspiración, las ganas que el camino regalaba. Aunque era turista, mi pensamiento inmóvil y mi emoción se colmaban.

Como estuvimos a primeros de abril, todo el canal estaba flanqueado de cerezos en plena floración. Algunas de las pequeñas flores polícromas que caían, caían al agua, y así supe que el agua del canal se movía formando corriente. Hacía brisa y la brisa hacía nevar hojas blancas y doradas, que bajaban por el agua,

y una ramita las detenía,

y yo me paraba también;

después seguía dando pasos hasta detenerme de nuevo al reclamo de otra caprichosa ramita jugando a pausar las iluminadas flores de los cerezos, 

y así hicimos  camino:  andando, que es la garantía de que lo haces lentamente (allí a nadie se le ocurre correr). Andar es una técnica que no requiere aprendizaje, ni dinero, un pie delante del otro y pausa a discreción: con eso basta para no caer en la precipitación. 

Tampoco la filosofía se aprende (Kant dixit), solo podemos aprender a filosofar, a reflexionar sobre los saberes disponibles, a preguntarnos sobre nuestro propio pensamiento,

el pensamiento de los demás,

por el mundo,

por la sociedad,

por la política,

por lo que la propia experiencia nos oculta,

por el sentido de la vida y de la muerte…, por las sombras y por los claros, por lo visible y por lo invisible…

Epicuro desde su Jardín recomendaba:

“Nadie por ser joven dude de filosofar, ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Porque para alcanzar la salud del alma nunca se es demasiado viejo ni demasiado joven”.

Otro filósofo griego, cien años antes, el sofista Calicles, le protestaba a Sócrates así: 

“Está muy bien ocuparse de la filosofía en la medida en que sirve para la educación, pero, si cuando uno ya es hombre de edad y aún filosofa…el hecho resulta ridículo”.

Pascual García Mora

Artículo escrito por Pascual García Mora, compartiendo pensamientos y reflexiones desde Scholé.