Me cruzo con ella o la veo pasar desde alguna de mis ventanas,
debe vivir cerca de casa, en zona de paso para sus paseos diarios con Cavalier.
Se trata de una muchacha joven,
lleva rostro correcto y elegante, inexpresivo a lo mejor,
me parece más rostro que cara,
no se fija en quienes se cruzan con ella,
parece ensimismada paseando con su perro y…con su intimidad, en donde lo más enorme se me aparece el componente preposicional de “con”: tantos años de historia, seguramente desde el principio de los días de Cavalier. Le he llamado así porque es el nombre del perro que vive jovial y creativo en las páginas del Malte Laurids Brigge, como Argos vive en las páginas de La Odisea.
Cavalier es del tamaño más común, ni grandote ni perrito, pelo blanco tirando a gris, nada acicalado y muy flaco;
camina arrastrando sus atrofias musculares y su vejez,
sobre todo en sus patas traseras que no puede con ellas;
muy pendiente de los olores del suelo, que parece que es lo único que le entretiene y le pauta las pausas.
La muchacha que le acompaña intenta rehabilitarlo con los diarios paseos,
va a su ritmo,
es ella quien lo sigue y quien se para tantas veces cuantas se para,
es como si Cavalier se parara para poder seguir descansando, intuyendo, quizá, una dulce parada definitiva;
a ella la veo refinadamente estoica,
nada en ella transmite posesión ni aprovechamiento,
van juntos pero muy lejos de cualquier señal de intolerancia,
seguramente han estado juntos toda la vida,
y ella quiere seguir estándolo mientras viva,
a sabiendas que ambos sienten la querencia que se tienen,
sienten el calor amigable de las rutinas,
y ambos son generosos con el agradecimiento que se profesan.
No hay nada en La muchacha del perro que me inspire compasión.
Ahora que escribo sobre ellos
y no los veo,
en realidad,
no sé qué decir,
como si mi opinión hubiera decidido suspenderse,
y se hubiera disparado, en cambio, mi respeto y aprecio
con ese mundo de los perros tan pariente del nuestro,
pues, en definitiva, solo pienso y escribo a partir de lo que las imágenes me devuelven, no de lo mucho que se quedan y callan.
Tanta juventud y tanta vejez en dos seres vivos que comparten la biología,
pero que no caminan igual desde que nacieron
y, por ello,
Cavalier no puede compartir la historia
ni puede atribuirse ser autónomo, independiente, libre que forja su propia destino,
pues, aunque es un animal con predecesores mucho más antiguos que los de su ama, la muchacha, que es también un animal, camina erecta y pertenece al género homo.….
No pueden compartir la conciencia de la muerte y eso, seguramente, le da a la muchacha el toque de tranquilidad y elegancia con los que camina y acompaña a su perro y, no me cabe duda, también se acompaña de él.
Me imagino a la muchacha con poco gusto de hablar con casi nadie pues su gozo era estar solitaria;
me la imagino de vez en cuando en cortas conversaciones con su perro en un idioma con el que se entienden de maravilla;
me la imagino en su casa con sus cosas, sus libros, una butaca, flores y allí, cerca, su amigo Cavalier, con su naturaleza ya muy desfallecida y con su crianza ya en fase terminal, todas esas cosas que ha ido adquiriendo en su compañía…, sin que sea posible medir y diferenciar de dónde viene cada cosa, si de la naturaleza o de la crianza;
me los imagino como si el único trabajo común fuera cuidar de la vida y manifestar-sen afectos y templanzas.
A la muchacha la he llamado Ingeborg, porque en la novela de Rilke, Cavalier era el único ser que la reconocía como real, mientras para los demás familiares se trataba sólo de una aparición puramente espectral.