En los Jardines de Monforte he estado en muchas ocasiones; no fueron los jardines de mi niñez, que eran casi siempre Los Viveros y a veces los de abajo de casa. Son, en cambio, los jardines de mi adultez.
No recuerdo cuándo fui por primera vez pero sí muchas otras veces que estuve. Primero con los sobrinos que ya son mayores, para celebrar el final de su escuela de verano; con amigas; con amigos y con hijos de amigos. Con mi madre cuidando a los sobrinos pequeños.Con Emilio. Y sola, una mañana de enero después de una de las noches de hospital durante su recuperación. Y algunas veces, cuando entre una cosa y otra he necesitado silencio.
Pero ha sido durante la niñez de Leo y Dani cuando he conocido sus rincones. En esos jardines hemos paseado durante todas las estaciones, haciendo siempre un mismo recorrido cada vez diferente. Con el carro o ya caminando, nos hemos sentado junto al estanque de nenúfares, buscando ranas o viendo los círculos que hacen las piedras en el agua, también nos hemos asomado muchas veces al estanque de peces rojos. Hemos subido al mirador y disfrutado allí sentados del sol de invierno, y también hemos trepado a algún árbol fácil a la bajada. Nos hemos sentado bajo las bóvedas de flores. Hemos ido a buscar la casa de los gatos, les hemos puesto nombres y hemos ido detrás de ellos, siempre perdiéndolos de vista. También de más mayores, han jugado con los leones de la entrada. En algunas ocasiones, hemos hablado con las personas que cuidan los jardines, porque trabajan en ellos o porque los frecuentan para dibujarlos, pintarlos, o como nosotros, disfrutarlos.
Y sobre todo hemos visto muchas flores, en todas las estaciones, acercándonos sin ningún saber a su belleza. La primera vez que Leo me señaló una flor y me dijo “mira qué bonita” fui feliz. La capacidad de ver la belleza les salvará, alguna vez, de todo lo demás.