La actualidad de los partidos políticos es grande y permanente. Incluso su actualidad es más perentoria en tiempos de crisis como esta que estamos viviendo después de publicarse la sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo sobre el procés.
Hablamos mucho de ellos, casi siempre para mal, aunque se trate de instituciones que hacen posible el funcionamiento democrático del Estado.
Pero si tan alta es su misión, y tan instrumentales son, quizá deberíamos lamentarnos menos y contribuir más, a fin de convivir con ellos como lo que son,
cosa nuestra,
pues, frecuentemente, parece que nos engolfamos diciendo barbaridades, como pedradas contra alguien que no tiene nada que ver con nosotros:
contribuir más,
digo,
para identificar las causas de nuestro malestar y de los altos índices de fracaso en su propio trabajo. El que no hayan sido capaces de articular una mayoría parlamentaria es una buena prueba de ello.
Hablar de ellos con más ecuanimidad,
con intención constructiva y cooperativa,
no repitiendo y haciendo leña de los mismos defectos,
no hablando con discursos reduccionistas, simples, eligiendo lo más punzante y escabroso,
como si de fabricar titulares se tratara,
como si de crear espectáculo se tratara.
Me quiero centrar sobre la democracia interna de los partidos, que más bien me parecen autocráticos,
o liderocráticos modelados por pautas populistas:
tal es el peso que tienen los líderes,
tal es el carácter absolutista en el ejercicio del liderazgo y, por lo tanto, el carácter seguidista, anémico y anómico de los militantes: como si afiliarse a un partido fuese pasar de ciudadano a “seguidor”.
No estará de más recordar que los líderes de los cuatros grandes partidos que concurren a las elecciones generales han sido elegidos en votaciones primarias, las cuales solo “aparentemente” han significado un paso adelante en la democratización de su funcionamiento interno.
Llamativo resulta,
y hasta alarmante,
que más democracia pueda llevar a menos democracia
que las elecciones primarias no necesariamente mejoran la participación efectiva,
y fácilmente puedan empeorar la frágil y débil división de poderes dentro de la estructura del partido.
Para regenerar la democracia es imprescindible reformar los partidos.
Sin estas reformas, más democracia será democracia manipulada, dirigida,
guiada, sin debate libre interno.
No parece razonable que los Estados democráticos que tienen como principio regulador esencial la división de poderes, no se preocupen de que esta división de poderes se dé, de manera efectiva, en estas instituciones que llamamos partidos políticos. Ni es racional que el Estado se contente con una mirada de control lejana:
(para apreciar la dificultad de estas reformas convendría no olvidar que quienes hacen las leyes que deberían introducir las reformas en los Partidos son los políticos elegidos a través de los Partidos, convertidos luego en Gobierno y Parlamento de la nación: implica un cierto harakiri político).
Reformas en los partidos políticos.
Es imprescindible mejorar su capacidad institucional para que actúen de manera inteligente, quiero decir desde la inteligencia colectiva, desde las capacidades colectivas que favorecerán la cooperación y el gobierno partidario racional, de unos partidos que son entes instrumentales para un fin transitivo, y sus miembros gestores públicos del interés general y no simples vendedores de Marca. Cuánto lamentamos en estos días aciagos del post-sentencia del procés, que los partidos sigan siendo electoralistas, sobre todo: ego-céntricos frente a servicio-céntricos.
Reformas en términos de transparencia, participación efectiva, formación individual y colectiva, separación interna de poderes, rendición de cuentas, libertad de expresión sin miedo alguno a represalias: sobre esta base deben cimentarse los liderazgos.
Y sobre la base de la autenticidad, claro, sin la cual las reformas se convierten en patrañas.
Quizá, así, pueda suturarse alguna de las vías por donde escapa el alma de la democracia.