Hace ahora treinta años:
Los “escuadrones de la muerte” salvadoreños asesinaron a seis jesuitas en la mañana del 16 de noviembre de 1989. Los asesinaron de manera salvaje
entre las tres y las cuatro de la madrugada
en la UCA (Universidad Centroamericana, de la que Ignacio Ellacuría era Rector y los demás, profesores,
todo ellos comprometidos por la reconciliación en El Salvador).
Unos muertos más a añadir a los 80.000 que hasta entonces había causado en el pequeño país centroamericano un conflicto cimentado en una violencia estructural basada en un sistema injusto. Es esta violencia básica, la estructural, la que mantiene a las mayorías de la sociedad en situaciones infrahumanas.
He querido titular esta columna con el mismo título que Georges Sorel dio a una de sus obras (Réflexions sur la violence), y parecido al que utilizó Hannah Arendt (On violence).
Tengo a mi vista el diario El País que, en su primera página del viernes 17 de noviembre de 1989, destacaba la noticia del crimen y editorializaba sobre ella.
Tengo en mi corazón la impresión que me produjo la imagen de los cuerpos tendidos sobre el suelo, de quienes trataban de mediar y reconciliar a los bandos enfrentados.
Y tengo en mi punto de vista el deseo de no sentirme tiranizado por la actualidad de la política y traer al presente ejerciendo una ética de la memoria, en la doble dirección de recordar ejemplaridades que fueron y que deben perdurar (no murieron en vano) y, mirando retrospectivamente la violencia que fue, seguir indagando en la a que existe hoy en todo el mundo:
de forma latente o explícita,
de forma limitada o extrema,
pero muy actual, muy real, y con mucha vocación de quedarse.
Es cierto que siempre ha habido violencia, seguramente desde hace doscientos mil años, que es la edad del homo sapiens;
es cierto que tres de los cuatro evangelistas dicen que siempre habrá pobres entre nosotros (Juan 12, 1-8; Mateo 26, 6-13; Marcos 14, 3-9),
pero no me parece aceptable que convalidemos las interpretaciones y los relatos ideologizados a que han dado lugar en el sentido de que así será siempre.
No me parece aceptable,
que nos vayamos acostumbrando al relato conformista de culturalizar la violencia como manera de contribuir a equilibrar las relaciones entre la sociedad y el Estado, entre la minoría de quienes gobiernan y las mayorías sociales que son gobernadas.
Más bien lo imprescindible es ir contra la moral vigente de no ver, de aceptar, de no rechazar, de seguir tirando de “el tiempo lo arreglará”. Reflexionar sobre la actualidad de hoy exige tomar en consideración la violencia que se ejerce en sus diversas modalidades de manera explícita en algunos países y de manera latente en muchos.
La violencia estructural basada en un sistema económico injusto es el origen de las violencias sociales explosivas, que son la expresión visible de movimientos sociales amplios y de larga distancia, que desconfían de las instituciones políticas.
Acompaña a la violencia estructural una crisis de legitimidad política,
de los políticos
y de las instituciones,
basada en erosión-disolución del vínculo representativo, dada la incapacidad de los políticos de cumplir lo que prometen, porque el poder ya no está en el Estado que es donde se ejerce la política.
Contra la violencia estructural básica lucharon los jesuitas que hace treinta años fueron asesinados en El Salvador, porque quisieron ayudar a acabar con ella.
Los movimientos sociales, movilizaciones masivas, revueltas populares, violencias callejeras, barricadas ( Chile, Barcelona, Bolivia, París, Hong Kong, Colombia, Libano, Irak…) nos recuerdan la violencia estructural básica y la falta de representatividad de los políticos y de la política. Esta violencia no es casual, ni coyuntural, irá a más, está yendo a más, se hará más explosiva: en el mundo (es, también, global) y en Europa.
La respuesta es la concienciación de los ciudadanos,
es la mentalización ciudadana, de la misma manera que nos mentalizamos con el cambio climático que arriesga la vida en el planeta,
mentalización acerca de la violencia estructural básica que anida en las relaciones económicas y culturales, y en la fuerza del capitalismo financiero global
en la necesidad imperiosa de reflexionar a fondo los qués y cómos necesarios para revertir el proceso de deslegitimación de la política y transformar las estructuras económicas (digo “reflexionar” porque, en verdad, no sabemos qué orientaciones deberían presidir ese proceso de reversión y de transformación).
Si no lo hacemos…,
es muy real el peligro de retroceder a escenarios que, alegremente, hemos pensado que ya no podrían volver.
Como sociedad necesitamos un impulso ético transversal contra la moral vigente que ha “normalizado” el horror y el error,
a favor de hacer emerger nuevas formas culturales que primen la solidaridad y la convivencia saludable entre iguales.
Digo “transversal”, porque el riesgo de no hacerlo será para la especie humana.