30 de septiembre,
viernes
Los cuatro evangelios.-
A los catorce años tenía muy pocos libros, más allá de libros de texto, pero….
tuve uno que es, todavía, el más cercano, el que guardo en el cajón de mi mesa de leer y de escribir;
cualquiera podría comprobar que allí hay un librito de color diluido, tirando a granate, de título “Los cuatro evangelios”,
en letras doradas,
y con letras, doradas también, en el lomo del libro,
que señala la editorial católica Nácar Colunga, que lo editó en 1953.
El libro delata el paso de los años, pero la piel de su encuadernación ha hecho que llegue hasta aquí con una vejez envidiable: es un viejo libro en un libro viejo.
Quise tener este lujo en 1954, y mis padres hicieron lo posible para que lo alcanzara.
Ha sido testigo de mi vida desde entonces. Siempre ha visto al mismo dueño encariñado. Así quiero que siga. Hoy, no sé por qué, he tenido la gana de hacerlo volar aquí, con el embeleso y admiración con los que hacía volar en mi infancia los “dientes de león” de las flores.
1 de octubre, sábado
Diente de león.-
Supongo que quedan niños y niñas rurales que pisan ribazos y malezas, que siguen atraídos por esas bolas perfectas y perfectamente blancas en las que se convierten estas delicadas flores.
El diente de león fue una de las flores preferidas de mi infancia, y recuerdo la concentración cuando las cogía suavemente por el tallo, las levantaba con los dedos hasta la altura de los ojos y, tras un leve soplo, asistía a la magia de verlos navegar decididos en una dirección que solo saben ellas, en forma de barquitos alados en el aire, totalmente ingrávidos y vaporosos.
Digo “supongo” porque esta flor no tiene nada de urbana, y porque las ciudades han extendido su sombra alargada hasta pueblos diminutos con campos de cereales, de alfalfa y otras plantas forrajeras en donde tan fácilmente crece el Diente de león.
Entonces sucedía el milagro…, y creo que hoy, al escribirlo, vuelve a pasar, quizá con menos embrujo, pero con mayor verismo.
2 de octubre, domingo
Los disgustos.-
Un disgusto enerva y bloquea los efectos de muchos gustos, a veces de toda una carrera de ellos.
¿Cómo es posible, me digo, esta desgraciada proporción tan poco eficaz para la economía del bienestar de la persona?
Sé que es fácilmente experimentable, sobre todo entre personas habituales y, a veces, entre convivientes.
Regalas favores que se reciben con normalidad, pero, si te guardas uno que se espera, se desata un vendaval que aleja a todos los anteriores al reino de la nada. Me ha pasado este domingo: una vez más.
No termino de entender una ineficiencia emocional tan colosal que alcanza hasta más allá de lo razonable.
Quizá lo explique la extendida incapacidad de saborear y agradecer lo bueno de nuestros semejantes mientras rechazamos lo peor; quizá lo explique la incapacidad de pensar que las conductas humanas responden a multitud de sentimientos y de razones, torpes, pues, por no entender, todavía, que son precisamente las dos cosas las que nos configuran. Claro que, Hannah Arendt, por ejemplo, sí lo entendió y, por ello, pudo tener una provechosa relación intelectual con Martín Heidegger (a parte de la amorosa, claro).
3 de octubre,
lunes
Admiración.-
El 29 de julio de 2018, Javier Marías titulaba su página semanal así: “Suyo es el reino”. Acababa con este párrafo:
“Siempre he estado convencido de que la incapacidad de admirar es lo que más delata a los acomplejados y a los mediocres. Suyo es, por desgracia, el reino en el que vivimos”.
Me pregunto cómo podremos resultar admirables en algo si tan incapaces somos de admirar las flores que crecen en jardines ajenos y que nosotros no sabemos cultivar en el nuestro. No creo que la capacidad de admirar delate humildad, simplemente delata el placer de descubrir en otros lo que nosotros no tenemos y amamos.
4 de octubre,
martes
El sufrimiento de los niños.-
Los adultos creemos que los niños no sufren cuando lloran, ni cuando están tristes, ni cuando se van a un rincón de la casa porque no quieren ver a nadie, ni cuando rompen furiosos un juguete…,
o que, si sufren, creemos (los adultos) que se trata de un sufrimiento tan pequeño como su estatura.
Nos equivocamos.
Una y muchas veces nos equivocamos, y lo peor, lo hacemos pensando que la conducta que provoca el sufrimiento es la mejor de las conductas, de ahí que las equivocaciones puedan durar años.
Seguramente hemos olvidado nuestra infancia.
¡Ay, estos días azules y este sol de la infancia,
último verso de Antonio Machado, que trae lágrimas en cada recuerdo nuestro: tan derrotado él, tan sin esperanza ya, tan despatriado, pero vivo aún en la patria de la infancia, donde siempre_ siempre queda azul y sol.