Quizá Mayo del 68, “seamos realistas, pidamos lo imposible”, estuvo lejos de sí mismo desde el principio; ya diez años antes, Arendt, en La condición humana, definió la utopía como “el auténtico opio del pueblo”. Más lo es, hoy;
en un contexto en el que “lo radical” no es la actitud que aspira a lo mejor, sino el pragmatismo omnipresente,
el imperio del “me gusta/no me gusta (tan nefasto para la política),
la inflación de las opiniones personales sin criterio (tan nefastas para el conocimiento).
No es “moderno” ser devoto de la utopía, ni siquiera cuando se tiene veinte años. Pero quiero hablar de ella para escapar, al menos, de la tiranía de la actualidad política que tanto presente nos arrebata.
Hoy, las utopías que se manejan son las que trabajan para uno mismo, es decir, las ambiciones y ansias a realizar y aliviar. Para “uno mismo” o para “el grupo de identidad” de pertenencia: ambas son excluyentes, donde solo caben el individuo y la tribu.
Yo sigo añorando la utopía como “lugar que no se da”,
como el “lugar” de las estrellas,
esas divinas criaturas a las que nunca se llega
y que nunca llegan a nosotros (por suerte), para que no resultemos aplastados, y para que ellas no resulten empalidecidas por nuestros propias nieblas y miserias.
Las estrellas: siempre lejanas, extensas, anchas, silenciosas, despiertas,
siempre orientando nuestro pensamiento y nuestros caminos,
y forzando a la realidad para que dé los resultados mejores posibles.
La utopía como el Gran Regulador de los comportamientos políticos y sociales.
Ser utópico no sería reivindicar lo imposible (eso sería reaccionario, Arendt,) sino reivindicar una vida mejor de la que existe, con la experiencia de avanzar o de retroceder, que es la señal de que la reivindicación está bien planteada.
Ser utópico podría ser, simplemente, trabajar apasionadamente hacia una sociedad más libre, más justa, más equitativa, más plural. Una sociedad que estimula y refuerza la capacidad de elegir de las personas en orden a orientar sus vidas en función de sus preferencias porque tienen oportunidades para hacerlo.
“Las oportunidades para hacerlo” son muy desiguales.
Este es el punto de partida que los políticos nunca pueden olvidar. No podemos olvidar que, aunque se legisle para lo mejor de lo que hay,
“lo mejor” cuesta,
hay que hacer posible lo mejor con recursos,
y vivimos en una sociedad en la que los recursos de las personas son muy desiguales.
Deberíamos ser capaces de percibir que tenemos menos recursos que algunos, pero más que otros, para estar disponibles a contribuir desde la equidad.
Me estoy acordando de la gran respuesta indígena producida en Ecuador a partir del Decreto del Gobierno sobre la eliminación de subvenciones a los combustibles; o de la recientísima subida del precio del billete de metro en Santiago de Chile que obligó a decretar el Estado de Emergencia para hacer frente a la explosión social que desencadenó; sucesos estos muy parecidos, por otra parte, a lo que dio origen al Movimiento de los chalecos amarillos en Francia. En los tres casos se producía una pérdida de poder adquisitivo sobre una extensa ciudadanía de clase media-baja que difícilmente podían compensarlo.
Gran paradoja ésta de “lo malo de lo bueno” que tan bien sintetizó Paul Watzlawick, y tan aplicable resulta en política cuando se implementan grandes reformas como lucha contra el cambio climático, sostenibilidad del sistema de pensiones, mejora decidida y sostenible de la enseñanza, que exigen afrontar objetivos a largo plazo y, a la vez, atender objetivos a inmediato plazo,
que hacen preciso abordar la reducción o eliminación de las consecuencias malas (lo malo de lo bueno) en el corto plazo, desde una sociedad en la que no existe igualdad, sino que, muy al contrario, la hegemónica economía (tanto la liberal como la totalitaria) se está quedando sin respuestas ante la desigualdad y ante la injusta e inmoral inequidad después de haberse apoderado de todas las facetas de la vida.
El coste de las reformas puede resultar insufrible para algunos y desapercibido para otros, que no tendrán que experimentar disminución alguno de nivel de vida.
No se puede legislar como si todos los obligados por las nuevas legislaciones estuviesen en las mismas condiciones de igualdad. El coste de los servicios públicos debe distribuirse de tal manera que sus resultados sean percibidos por la ciudadanía como justos y equitativos, de modo que los equilibrios sociales no continúen el camino de la degradación. En ello nos va la paz. Y la salud democrática. Ambas cosas llegan, y permanecen, si se las cultiva.