En las democracias representativas es ineludible articular dos lógicas:
la de los individuos que votan: lógica social.
la de los partidos que gestionan esos votos: lógica política.
Los primeros expresan lo que desean (voluntarismo); de manera genérica (sin concreciones); y con carácter plural (no todos desean lo mismo, ni todo lo que se desea es compatible, ni votan al mismo partido).
Los segundos deben hacer realidad el impulso ciudadano expresado en las urnas haciéndolo, primero, posible, a través de la articulación de mayorías parlamentarias.
Entre la necesidad expresada y la necesidad atendida está el trabajo de los partidos que deben ser los artífices de convertir orientaciones populares genéricas, disarmónicas en ocasiones, contradictorias frecuentemente, en articulaciones políticas viables de servicio a los ciudadanos y en eso tan esencial que es el servicio al Bien Común. Para ello, el Parlamento debe ser capaz de vertebrar una mayoría de diputados que eligen a un Presidente de Gobierno en una sesión de investidura.
Ahora que ya no votamos mayorías absolutas, los ciudadanos contemplamos perplejos a los partidos incapaces de pactar mayorías parlamentarias, hasta el punto de amenazar con la repetición de elecciones, mientras parlotean sobre sí mismos,
sobre quién es quién (bravuconeando, sacando pecho),
pues no les basta con lo que son,
ni siquiera después de una elecciones que ponen a cada partido en su sitio. De esta manera, negociar, ceder, pactar, explorar…lo perciben como momento peligroso, pues arriesgan el propio ser que desean ser.
Los partidos desconfían profundamente entre sí. La desconfianza atraviesa de cima a raíz sus comportamientos competitivos,
y con fundamento,
temen perder poder y que lo aumente el competidor,
no se aceptan en lo que son después de un resultado electoral,
se vetan apoyados en un purismo ideológico y ético que pueden contradecir en cualquier momento,
se amenazan y se tiran los trastos a la cabeza,
son víctimas de totalitarias exclusiones en la campaña electoral para intentar hegemonías, que, a la hora de acordar, hacen las cosas muy difíciles,
o se buscan y a la vez radian a diario sus descontentos con quien quieren pactar o coaligarse.
La confianza presupone inseguridad, pero en esta lucha partidaria sobra seguridad sobre el instinto depredador y sorpasador que los anima.
No creen en la participación, que significa aceptar ser, solo, una parte del proceso político.
Menos creen en la cooperación, que es conseguir algo entre varios, haciéndolo juntos o dejándolo hacer a otro u otros.
Las relaciones de cooperación implican estar con otros de una manera determinada, es decir, con una ética política compartida.
Debería ser fácil lograr una mayoría parlamentaria estable valorando con objetividad los resultados electorales,
apreciando con lucidez los retos económicos y sociales de hoy en España y en Europa, en un contexto mundial donde tantas cosas nuevas están pasando frente a las que hay que posicionarse,
afrontando decididamente el secesionismo catalán y su brutal e insidioso ataque a la democracia.
Y, de paso, una mayoría estable para iniciar la reforma de la Constitución.
Pero no, no lo parece.
Quizá sea posible un Gobierno monocolor, que podría resultar una temeridad.
En el peor de los casos…!!!volver a votar!!!
Nuestros partidos son fábricas “eficaces” de hacer lo que no hay que hacer: qué negativos pueden ser los comportamientos eficaces y eficientes.
¿Dónde quedan las bondades del fragmentarismo político, si no existe cultura de “minorías” capaces de articular mayorías?
Y es que, en realidad, los partidos no se quejan sinceramente de las mayorías absolutas, se quejan de no ser cada uno la mayoría absoluta (¿¿¿!!!).
Por eso no saben ni quieren mayorías parlamentarias a partir de los votos alcanzados entre muchos. Si no saben articular políticamente las voluntades de la gente, no saben lo esencial de “su” profesión de políticos, no se ganan el sueldo. Ganar no es ser el partido más votado (convendría que no olvidaran los minoritarios que los menos votados son menos ganadores que el más votado).
En una democracia, los representantes políticos deben saber convertir las lógicas sociales en lógicas políticas de tal modo que la gente vuelva a recuperar la confianza en sus instituciones, en la política, en los políticos y en el Estado social y democrático de derecho.
Quizá deberían hacernos pensar las lindezas bestiales que ha recibido Manuel Valls por ofrecer a Ada Colau sus seis concejales para que pueda resultar elegida Alcaldesa frente a Ernest Maragall, candidato de la independentista Esquerra Republicana. Y los pocos elogios que ha recibido. Puede que esta anécdota explique mucho lo que decimos.