Textos Casuales

Strasbourg

Hemos viajado a esta ciudad desde París, desde la Gar de l’Est, en un TGV que nos trasladó en dos horas y quince minutos. 

Kilómetros y kilómetros de tierra de cultivos,

de campos de colza totalmente amarillos,

de vacas plácidamente pastando solitarias entre hierbas y alfalfas, 

vistas de pueblos de pequeñas dimensiones con puntiagudas torres de iglesias de pizarra,

de bosque varios en las cercanías de la ciudad…

tanto veía que, a veces, cerraba los ojos para ver más pausado lo que veía. 

Queríamos vivir un día al menos en esta ciudad,

vernos allí, en ella, tocándola;

queríamos situar la ciudad que tantos avatares históricos nos recordaba (muy especialmente los cuatro años-1940/1944- de ocupación alemana, con su drástico plan de germanización);

queríamos captar la ciudad que tanto presente tiene desde que fue elegida para localizar allí las más altas instituciones europeas, y que tanto futuro le espera como capital principal de Europa.

Caminamos desde la supermoderna estación hasta la catedral, y nos dimos cuenta de manera inmediata

de la omnipresencia del tranvía: esbelto, largo, silencioso, amigable;

de la ausencia de coches;

de la presencia de bicicletas, y

de la multitud de peatones por las calles, como si una mente privilegiada hubiera acertado en una distribución equitativa del espacio público entre coches, bicis, peatones y transportes colectivos, entre los cuales el taxi ni se le ve ni se le espera en todo el centro histórico. 

Un taxi nos llevó a la ciudad europea, y nos facilitó que nos pudiéramos dar una somera idea de esta parte de la ciudad:

el Parlamento Europeo,

el Consejo de Europa,

el Palacio de los Derechos del Hombre. 

Grandes dimensiones, arquitectura moderna, extensiones ajardinadas, monumentalidad, exhibicionismo incluso…, pero, como seguramente es lógico, nada alsaciano, nada de allí, ni de allá, sino de todas las partes, diseñado con ánimo de grandeza y de perdurabilidad.

Todo el conjunto institucional se ha ubicado en ese excepcional lugar de confluencia de las aguas del Ill ( I-L-L), afluente del Rin,  y del canal que une el río Marne afluente del Sena y el Rin. 

Una ciudad moderna con edificios emblemáticos construidos después de la Segunda Calamidad del siglo XX, como el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo y la Casa de la Radio; con barriadas extensas, como el barrio de La Esplanada. 

Una ciudad ilustrada, marcada por la influencia francesa en el siglo XVIII, parte esta que ni es moderna ni es medieval, es…parisina, llena de residencias de tipo francés en materiales y ornatos. El Palacio Rohan es un ejemplo, justo entre la Catedral y uno de los Quais que rodean la parte vieja.

Una ciudad vieja, milenaria, toda peatonal, como decía.

Llevábamos como guía un folleto muy singular que nos habían “vendido” en la Oficina de Turismo que hay en la misma plaza de La Catedral, con un anverso que titulaba “Plan pour se balader” o “Plano para pasear”, y un reverso que decía “Plan pour se repérer” o “Plano para situarse”.  Y esas eran las dos funcionalidades que proporcionaba el folleto, de manera precisa, sencilla, clara. Pero lo más singular y sobresaliente del folleto era su status de “folleto turístico libre de anuncios”. Qué cosa: ni un solo anuncio, y un folleto a precio de 1.5 euros. Qué respeto y qué complicidad con los visitantes.

Pues bien, esta parte antigua es antigua, aunque muy reconstruida después de la Segunda Gran Calamidad, pero…se reconstruyó cuidadosamente como era, como fue.

Y esa es la impresión que ofrece el barrio histórico.

Casas privadas, no edificios públicos, ni  Bancos, ni Palacios de la Ópera:

casas de los oficios, molineros, curtidores, pescadores;

casas de otra época, alérgicas al coche y al autobús.

Barrio histórico hecho con los materiales de allí, alsacianos,

con la constante presencia de la madera a partir de los segundos pisos,

con vigas cruzadas de múltiples maneras, dando un aspecto a las calles y plazas inconfundible,

además de espacio acogedor y auténtico.

No la paseamos, como aconsejaba nuestro folleto. La recorrimos en un ecológico trenecito que hacía el trayecto en 45 minutos. Ni cómodo, ni funcional, pero nos hizo un excelente papel a través de las calles de la parte histórica, nos dio presencia al río Ill, a los puentes cubiertos, las exclusas con carácter defensivo, las iglesias memorables,

y, entre ellas,

la de la Catedral, que fue para nosotros la referencia, punto de partida y de llegada. 

Fue el gran monumento que contemplamos despacio.

Reconocible, desde luego, si has llegado a verla una sola vez.

De piedra arenisca, rosada, tirando a oscura. De una sola torre, pero alta hasta la imaginación. Llena de gótico. Y con notables huellas de arte románico. Las gentes innumerables generaban una especie de constante murmullo.

Ni un solo papel en el suelo. 

Nos abrimos paso para comer en una soleada terraza. Pilar pidió un suculento guiso de mejillones a la alsaciana y yo…me di el gusto de señalar al camarero alguno de los platos en mesas cercanas: sí, era el chucrut con codillo y puré de patata.

Termino este breve relato con el recuerdo de la Plaza Gutemberg, previa a la de la Catedral. Gutemberg está en esta plaza porque vivió en esta ciudad desde 1434 hasta 1444. Y yo lo traigo aquí porque el inventor, entre sus manos, muestra un pergamino con un texto escrito que pude leer**: “et la lumière fut”.**

Pascual García Mora

Artículo escrito por Pascual García Mora, compartiendo pensamientos y reflexiones desde Scholé.